viernes, 24 de febrero de 2012

El Ciclista, de Tim Krabbé

"Uno tiene poca conciencia encima de una bicicleta. Cuanto mayor es el esfuerzo que hace, menos conciencia tiene. Cualquier pensamiento incipiente se te antoja una verdad absoluta, cada suceso inesperado es algo que siempre has sabido aunque lo hubieras olvidado temporalmente. La frase machacona de alguna canción, una división que empiezas de cero una y otra vez, la furia magnificada que sientes contra alguien, bastan para llenar tus pensamientos."

¿Quién, que haya pedaleado en largos y solitarios entrenamientos en bicicleta, no comprende lo que quiere decir Krabbé en este párrafo? En el marco de una carrera ciclista de 137 kilómetros, en la que participan poco más de 50 ciclistas, Tim Krabbé nos deja profundizar en sus pensamientos y nos regala lúcidas reflexiones, cargadas de intensidad emocional, salpicadas de recuerdos y aprendizajes recibidos en diversos momentos de su vida. Los continuos saltos temporales y las anécdotas que salpican el libro lo convierten en una lectura ágil, divertida y genial por momentos. Con gran pragmatismo, el autor es capaz de interpretar los estereotipos del ciclismo, desmitificándolo y apartándose de la corriente idealizadora, que ve a los ciclistas como superhombres. En el seno del pelotón, como en la sociedad, se establecen reglas y conductas muy particulares, que el autor se permite analizar y cuestionar. Salen a relucir las pasiones y las miserias, incluso las del propio protagonista que, en un acto de impudor casi exhibicionista, nos revela con gran acidez. 

La sensación de perder la rueda del grupo, quedándose descolgado irremisiblemente mientras los rivales se alejan en la distancia, es como la de llegar al andén de la estación cuando el tren ya está en marcha... La locomotora se aleja silbando y a nuestro alrededor sólo queda el vacío: "Cuando un corredor de atletismo desfallece, su voluntad se encarga de que suceda después de cruzar la línea de meta. Así ha sido siempre desde la batalla de Maratón. El corredor de fondo tiene la ventaja de contar con una línea de meta que no va más lejos cuando él ya no puede más, mientras que yo, el ciclista, tenía que enfrentarme a una línea de meta que se aprovechaba de mi indefensión para escaparse. Por otra parte, yo tenía la ventaja de que me bastaba con seguir unido a mi conciencia por un hilillo para no caerme y seguir rodando".

Pero lejos de dejarse abatir por el pesimismo, el autor nos incita a rebelarnos, dando vía libre a nuestros impulsos por el mero placer de transgredir la lógica. En un deporte donde el conservadurismo triunfa, donde todos regulan, guardan fuerzas y disimulan para aprovecharse del trabajo de los demás, se produce un momento mágico. Varios ciclistas inician una fuga casi al comienzo de la carrera, con ataques que están inevitablemente condenados al fracaso. Son corredores sin ninguna posibilidad, que quieren aprovechar ese momento en que aún tienen fuerzas para obtener una efímera fama y que sus nombres sean pronunciados por alguien, antes de que su suicidio deportivo deje paso al protagonismo de los verdaderos líderes de la carrera: "Entonces sucede algo más descabellado aún. ¡Yo también ataco! Mi razón no tiene más remedio que ir a remolque, como un niño de diez años sobre un caballo desbocado. Me levanto del sillín y tras cinco pedaladas me pongo a toda velocidad, el oxígeno grita "¡Hurra!" hasta el último vaso sanguíneo de mi cuerpo, rebaso al pelotón , al primer corredor y salgo al espacio. A mi espalda gritan "¡oé, oé, oé!". Delante tengo a Sauveplane. Sin tocar el cambio, sobre la punta del sillín, el torso a unos diez grados del cuadro, lo alcanzo. Es como si no hubiese tenido tiempo de respirar siquiera. Dejo de pedalear para situarme justo detrás de su rueda y siento una risa tonta que estalla en los pulmones y en las pantorrillas."

El libro "El Ciclista", de Tim Krabbé, es una lectura más que recomendable.

Tim Krabbé es ciclista y ajedrecista porque el destino puso un tablero y una bicicleta en su camino, como podría haber sido cualquier otra cosa. Como nos dice él mismo: "Imagínense que Bahamontes hubiera nacido en Amsterdan. Quizá se habría dedicado a limpiar cristales".