Hace nueve años, por Septiembre, escribí un artículo con el que di comienzo a una nueva forma de sentir mi pasión por el ciclismo. Por aquel entonces, mi hija Rocío empezaba a ir al colegio. A día de hoy he conseguido transmitirle en cierta medida la pasión por vivir en bici, con todo lo que conlleva. Coincidiendo curiosamente con una nueva fase de su vida, ahora que comienza a ir al Instituto, mi vida ciclista también evoluciona. Siento que la próxima temporada va a marcar otro hito en mi vida... y he querido traer a este blog aquel texto, con el que me sentí tan identificado, a pesar de que el paso del tiempo haya podido dejar obsoleta alguna de sus reflexiones.
Esto es lo que escribí:

Pese a que mi pueblo estaba en fiestas y me había ido tarde a la cama, el despertador no llegó a sonar; me desperté con las primeras luces del alba y me levanté sigilosamente para no molestar a mi mujer y a las niñas, que dormían en la misma habitación (en casa de mis suegros, en el pueblo, no disponemos de habitaciones individuales para todos). Las temperaturas todavía no eran muy frías en Jaén, y mi ropa de ciclismo estaba preparada en una silla del patio. Miré al cielo antes de elegir. Las nubes grises me hicieron temer una jornada húmeda; decidí dejar la cámara de fotos en casa y coger el chubasquero, por si acaso. Una camiseta interior y un maillot de verano más los manguitos serán suficientes para afrontar la jornada.


Esto es deporte.
Me paro en el cruce de caminos y me tomo la primera barrita de cereales, mientras contemplo cómo mi deseada cumbre de la Pandera se recorta entre nubarrones grises al Norte. Sin embargo, algunos tímidos rayos de sol aciertan a colarse entre las nubes de la sierra Ahillos, hacia el Oeste. Parece que el día va a aclararse.
Un vehículo que pasa por la carretera me saca de mis pensamientos. Caigo en la cuenta de que es el primer coche que veo en todo el día, y me pongo de nuevo en marcha. Tomo la estrecha carretera comarcal de piso bacheado que lleva hasta Frailes. Paso entre las moles montañosas de Cornicabra y el alto Marroquí, también conocido como sierra de Rompezapatos. Cruza a toda velocidad, corriendo sobre el asfalto, un grupo de perdices, que no esperaban la presencia de un vehículo silencioso como el mío. Desde la barandilla sobre la cascada fantasma miro las piedras secas del arroyo de las Cabreras, que ojalá este otoño vuelva a discurrir entre saltos de agua y pozas...
Esto es naturaleza.
Remonto paulatinamente el arroyo y al cruzar el puente afronto la última subida, de poco más de dos kilómetros, hasta el collado de la Martina, punto culminante de la ruta, a 1320 metros de altitud. Paso bajo los tendidos de alta tensión y me lanzo a un descenso rápido, junto al barranco del río Frailes. Mirando el precipicio a mi derecha dejo escapar un grito de felicidad. Trazo las curvas con suavidad, y noto que el paisaje va cambiando a mi alrededor. Las rocas escarpadas y las encinas diseminadas de la sierra van dejando paso a olivares de montaña y viñedos, y a medida que me acerco al valle aparecen algunas huertas, con cerezos secos tras el verano. El sol ha decidido sumarse definitivamente a esta fiesta, y ya brilla en lo alto del cielo, mientras las nubes quedan atrás, sobre la sierra.
Caigo en la cuenta de que en noventa minutos por carretera sólo me he cruzado con un coche. A la entrada de Frailes veo un cruce a la izquierda, que sube a los cortijos de Los Rosales hacia la sierra del Trigo, a más de 1600 metros de altitud. Nunca me he atrevido a coger esa carretera, porque sé que me llevará demasiado tiempo conocerla y no puedo llegar muy tarde a casa. Esta vez voy sobrado de tiempo y de ganas, y me decido a mirar un poco el arranque de la carretera.
Esto es turismo.
Esto es turismo.
Cuando llevo un par de kilómetros por la vega del río veo las durísimas rampas que se avecinan y decido volver a mi recorrido inicial, para llegar con tiempo de sacar a mis hijas a la feria. Me paro en el avituallamiento líquido de la fuente de Frailes, donde engullo la última barra de cereales. Me quedan 26 kilómetros a meta. El recorrido entre Frailes y Alcalá la Real es pestoso, con mejor asfalto que la carretera de la sierra, pero con bastante tráfico. Me cruzo con algunos ciclistas que me saludan y atravieso Alcalá la Real, bajo la siempre imponente fortaleza árabe de la Mota. Sólo queda la tachuela del puerto del Castillo, que por la cara sur no tiene más que un par de curvas de cierto desnivel. Junto al puerto, la atalaya árabe de la Nava parece que me anima en mis últimos kilómetros. El descenso vertiginoso por buen asfalto a través de las faldas de la Acamuña me lleva a Castillo de Locubín. Atravieso el pueblo y llego hasta la misma línea de meta, situada en la plaza, donde me vuelvo a detener a saborear el agua de la fuente, y miro el reloj. Son casi las 11 de la mañana.
He recorrido 56 kilómetros en 2 horas y 34 minutos (creo que me corresponde el oro, pero no me enviarán un diploma a casa). La organización, perfecta, los avituallamientos en su sitio y la basura, también (en el bolsillo de mi maillot).
Ciclismo, Cicloturismo, Ciclodeporte, Naturaleza, Bicicleta... sólo sé que he disfrutado de verdad.
...Hoy mi hija Rocío ha ido por primera vez en su vida al colegio, y estoy un poco sensible...
José Antonio Jiménez
Septiembre de 2005
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